Por Grupo de Estudios en Antropología Crítica (GEAC)
Pensar la promesa antropológica del “encuentro” como una implicación es destronar la idea de frontera disciplinar que postula un afuera y un adentro y que es asegurada por la fórmula del distanciamiento etnográfico. Solo la implicación indisciplinada en determinadas luchas y en determinados contextos abre de nuevo el espacio a la pregunta por lo político como el lugar de las posibilidades. (…) Creemos que lo político, cuando se enuncia desde la antropología, está siempre en retirada, lo que quiere decir que es impensable la pregunta por lo político en Antropología, así como es impensable una “política antropológica”. Una política con “ethos” antropológico es una contradicción en términos.
Intervención del GEAC en el simposio “Geopolíticas del conocimiento antropológico”, realizado en el contexto del V Congreso de la Asociación Latinoamericana de Antropología, Bogotá, junio de 2017.
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El programa de reflexión e intervención “Antropologías en el mundo” inauguró la posibilidad de enunciar las múltiples y asimétricas localizaciones históricas, sociales, culturales y políticas de las distintas comunidades de antropólogos y sus respectivas antropologías. Con la ayuda de las definiciones introducidas por dicha propuesta ha sido posible abordar las antropologías desde las prácticas concretas y situadas de los antropólogos, bien como desde las dinámicas institucionales de los establecimientos antropológicos. Ello ha permitido cuestionar los fundamentos de ciertas definiciones de antropología basadas en fórmulas de tipo normativo.
Diez años después de haber publicado, en colaboración con Arturo Escobar, una síntesis del programa de “antropologías en el mundo” y sus apuestas políticas, Eduardo Restrepo escribió un artículo en el cual evaluaba que el objetivo de la propuesta inicial, es decir, “transformar los términos y condiciones de intercambio dentro y entre las antropologías del mundo” estaba lejos de haberse alcanzado. Ante este balance, nuestra propuesta consiste en retomar algunos conceptos que han desarrollado Eduardo y otros compañeros en el marco del proyecto de antropologías en el mundo y articularlos con las reflexiones del GEAC para poder pensar juntos la posibilidad de renovar el alcance político de la propuesta original.
En primer lugar, revisando algunos textos que sirvieron de base para el proyecto de reflexión e intervención política denominado “antropologías en el mundo”, hemos identificado una tensión entre los modelos explicativos utilizados para definir las dinámicas del poder en el marco del sistema-mundo de la antropología. Concretamente, en la definición propuesta por Eduardo y Arturo, parecen coexistir tres modelos. El primero de ellos propone la existencia de antropologías hegemónicas y antropologías subalternizadas, remitiendo por lo tanto a una matriz teórica de orientación gramsciana. En segundo lugar, tenemos un modelo foucaultiano que entiende que las disciplinas basan su posibilidad de reproducción en la sedimentación de mecanismos y dispositivos institucionales. Aquí, según nos parece, la formación de un discurso propiamente antropológico depende de la conformación de subjetividades antropológicas en consonancia con la construcción de objetos y de superficies de realidad sobre las cuales los métodos y conceptos de la disciplina podrán aplicarse. La creación de este campo de intervención depende del funcionamiento de instituciones concretas (los establecimientos antropológicos) y del despliegue de prácticas de disciplinamiento y normalización. Este segundo modelo, que pone énfasis en la construcción de subjetividades mediante prácticas de disciplinamiento de los cuerpos y los deseos se acerca más a lo que identificamos como el tercer modelo explicativo contenido en el marco teórico de Antropologías en el mundo. En dicho modelo, cuya fuente de inspiración es la teoría queer, ciertas antropologías disidentes se enfrentan a definiciones normativas de lo que debe(ría) ser la antropología y, en palabras de Eduardo “escapan, en momentos determinados y para contextos específicos, a las concepciones y prácticas de la antropología que se han constituido como el sentido común disciplinario, que han devenido como lo propiamente antropológico. Desde las perspectivas más disciplinarizantes que constituyen los establecimientos antropológicos concretos, las antropologías disidentes suelen aparecer en el lugar de la ‘desviación’, de la ‘anomalía’, de lo ‘no todavía o no suficientemente ‘antropológico’” (fuente).
Estos dos últimos modelos – el foucaultiano y el queer – no condicionan, a nuestro ver, la efectividad de las prácticas de disciplinamiento a la supuesta naturalización ideológica de sus coordenadas operacionales. Tanto para el postestructuralismo de matriz foucaultiana como para la teoría queer, lo que hay son tecnologías que conforman y fijan los cuerpos y las subjetividades sin que deba existir, por ello, algo así como una adhesión de los individuos a los criterios del sentido común – en este caso, el sentido común antropológico. Volveremos sobre esta cuestión más adelante. Por ahora, queremos sugerir que cada uno de los tres modelos teóricos – el gramsciano, el foucaultiano y el queer – conduce a indagaciones e hipótesis distintas en lo concerniente a la conformación y la reproducción de la disciplina antropológica. Dichos modelos también determinan ciertos desdoblamientos políticos del programa “Antropologías en el mundo”, los cuales evocaremos a continuación.
En cuanto al GEAC, dos intuiciones principales, originadas en el proyecto de “antropologías en el mundo”, han influenciado directamente nuestras elaboraciones: 1) la sugerencia de que las antropologías son plurales y localizadas; 2) la constatación de que existen establecimientos antropológicos que reproducen institucionalmente la disciplina y castigan las disidencias. Tomando en cuenta estas dos intuiciones el GEAC buscó identificar, en el marco de establecimientos antropológicos concretos, los mecanismos institucionales que capturan deseos y suprimen la posibilidad de emergencia o efectuación de antropologías de otro modo. Es decir que nos inclinamos hacia los dos últimos modelos explicativos (el foucaultiano y el queer). Para nosotros, las eventuales disidencias desplegadas en el seno de los establecimientos antropológicos son vividas como tensiones concretas y localizadas sobre un tejido normativo plagado de inconsistencias inmanentes.
Eduardo Restrepo afirma que “lo que se encuentra en juego con las antropologías hegemónicas es la disputa por la fijación de un sentido común disciplinario. De ahí que su pretensión sea la naturalización y canonización de su propia contingencia”. Ante esta constatación, el programa de “antropologías en el mundo” señala la necesidad de desestabilizar el sentido común, y un recurso posible para hacerlo sería el de visibilizar la pluralidad objetiva de las prácticas antropológicas existentes. Nosotros estamos básicamente de acuerdo con esta propuesta, pero pensamos que habría dos formas de reivindicarla y performarla.
La primera, con la cual muchos antropólogos “establecidos” estarían de acuerdo, consiste en representar las múltiples antropologías existentes para corroborar la afirmación de que las cosas podrían llegar a ser distintas de lo que son, poniendo así al desnudo el carácter contingente de las instituciones que habitamos. La segunda es un poco más controversial, porque opone la arbitrariedad (o contingencia) del establecimiento a la arbitrariedad de otras sensibilidades intelectuales y políticas que el mismo establecimiento niega en el aquí y el ahora. En este caso no hay espacio para la representación porque la crítica al sentido común disciplinario es, inmediatamente, estrategización y despliegue situado de otra conducta política. Nos parece que la reivindicación de la segunda postura podría ser una suerte de “vacuna” contra las apropiaciones “multiculturalistas” y no activistas del programa “antropologías en el mundo” porque se orienta resueltamente al conflicto o, mejor dicho, lee la promesa de descolonización epistémica e institucional en el registro del/de los conflicto(s) vigente(s) en cada institución. De este modo, la actitud de interrumpir la reproducción de las antropologías hegemónicas y la subalternización o invisibilización de otras prácticas antropológicas se asocia directamente a una lucha real donde uno enuncia no solo las posibilidades disponibles, sino también los medios para alcanzarlas.
De acuerdo con esta postura, el “sentido común” en el mundo de las antropologías disciplinares es básicamente la garantía de que, después de haber gozado a su manera de los placeres que le proporciona una institución jerárquica, uno podrá rendir cuentas de lo que anduvo haciendo gracias a la disponibilidad de un reservorio más o menos legítimo de “buenas justificaciones”. El sentido común es solo el repositorio de excusas cambiantes que habilita el ejercicio de un poder real. Dicho poder, sin embargo, no estriba en esas excusas sino en otro lado, en una asimetría de fuerzas que jerarquiza a las personas, que reparte en forma desigual las oportunidades de goce, que tuerce la insatisfacción hacia la resignación y que redunda, eventualmente, en el antagonismo y la lucha abierta.
El sentido común se desmorona paulatinamente bajo el peso de sus propias inconsistencias y de vez en cuando hace falta restaurarlo sobre nuevas bases. Tal vez el afán autocrítico y revisionista de las antropologías sea el síntoma más visible de la profunda fragilidad de sus sentidos comunes. Esto porque, en forma recurrente y cíclica, quedan expuestas las coacciones más crudas y mezquinas que garantizan el mantenimiento, en última instancia, de las cosas tal y como son en cada momento y lugar. Esta no es una constatación alentadora, puesto que tomarla en serio nos obliga a reconocer que aún careciendo de sentido (común), el mundo puede seguir “funcionando” relativamente “bien”, por lo menos por cierto tiempo. En síntesis, parodiando a Monterroso, podríamos decir que después de tanta deconstrucción el dinosaurio sigue estando allí, o mejor dicho sigue estando “aquí” y somos parte de él. La crítica es procesada como puro goce en las maquinaciones del aparato disciplinario.
Ante la inercia de otras instituciones o regímenes de poder un poco más vastos y poblados que un departamento de antropología, siempre aparece la excusa de que no hemos persuadido a suficientes personas; que hay que seguir generando conciencia y educando a la gente. Pero ¿qué pasa cuando somos tan poquitos – 50, 100, a lo sumo 200 – y aún así el dinosaurio no se mueve? Miramos alrededor y nos damos cuenta de que no dejamos ni una sola estructura sin deconstruir, pero pese a tanto trabajo, nada ocurrió: seguimos obsesionados escribiendo artículos y cagados del miedo de que nos echen. Seguimos repitiendo aquellos viejos mantras en los que ya hemos dejado de creer hace mucho pero que, no obstante, nos permiten seguir llenando páginas y páginas de “material publicable” y justificando, pour la galerie, la relevancia de nuestra función social. Las cosas son así, dirán algunos, porque “los de arriba” siguen manejando categorías que hace falta vaciar o relativizar. Pero ¿y si a los “de arriba” no les interesa ni en lo más mínimo perder estas categorías? O peor todavía, ¿y si no pueden perderlas vayamos a saber por qué? ¿Qué pasa si los conflictos en los que estamos metidos son realmente conflictos encarnados? En este caso, no nos quedaría otra que atrevernos a “poner el cuerpo”. Quizás el gran desafío en lo que atañe a la práctica de antropologías de otra forma ya no sea el examen del sentido común disciplinario, sino justamente la generación de condiciones políticas en las cuales la crítica se haga cuerpo y ponga a prueba sus criterios. Claro, todo tiene su costo. Por ello es conveniente que nuestra negatividad crítica se nutra de unas promesas por las que valga realmente la pena jugárselas. Enseguida volveremos sobre este punto.
Concretamente, queremos sugerir que las condiciones políticas de la disidencia – es decir, los enunciados que señalan otras posibilidades de habitar cierta coyuntura – deben buscarse allí donde la gente se pone a pensar sobre sus posicionalidades y, al hacerlo, introduce un espacio singular de problematización de su mundo. Este acto configura lo que podríamos denominar “situación”: un lugar de reflexión en el cual son movilizadas nuevas coordenadas para pensar la coyuntura. Dichas coordenadas no entran necesariamente en sintonía con los criterios que rigen la distribución actual de los lugares y las visibilidades. La existencia de una situación podría ser el punto de partida para un curso de acción disidente, dinamizado según criterios reflexivos singulares.
Nos gustaría enfatizar en la relevancia y la potencia de los enunciados críticos que son interiores a las situaciones y que señalan el devenir de una disidencia. Pero antes, habría que evaluar cómo una disidencia puede llegar a irrumpir. Convendría, pues, hablar de cierta “mecánica” de la disidencia. Para no excedernos en el espacio de esta intervención, vamos a formular tres intuiciones al respecto sin muchas preliminares teóricas.
1. En primer lugar, proponemos que la presencia de nuestros cuerpos en determinado espacio institucional es consecuencia de intenciones, voluntades, expectativas y deseos anteriores a nuestra institucionalización. Por ejemplo: muchos estudiantes de antropología, con los cuales hemos venido dialogando en los últimos años, nos contaron que su “adhesión” al espacio disciplinar respondía a una especie de “promesa antropológica” muy básica e incluso abstracta. Según esta promesa, el encuentro con los demás (con los “otros”) podría convertirse en un lugar privilegiado para construir cierto tipo de conocimiento basado en la formulación dialógica de nuevas preguntas, respuestas y sentidos sobre el mundo. Tenemos, entonces, que las antropologías, entendidas como la expresión situada e institucionalizada de un régimen de producción del conocimiento, solo pueden existir y producir efectos de formación movilizando intencionalidades que ellas no controlan directamente. Dichas intencionalidades son, a partir de determinado momento, administradas, funcionalizadas, desarrolladas y, claro, disciplinadas.
2. La segunda intuición que nos gustaría compartir con ustedes es la de que a veces – no siempre –, el devenir institucional de las voliciones que nos impulsaron a emprender una trayectoria universitaria se presenta para nosotros como angustia, frustración y sinsentido.
3. Tercera intuición: el reconocimiento de la angustia, la frustración y el sinsentido puede ser problematizado. Y cuando hay problematización, lo que era una necesidad se torna susceptible de ser prescripto como algo cuestionable y contingente. De este modo se vuelve posible abrir una situación en el seno de la coyuntura. Esto quiere decir que estamos habilitados a confrontar nuestras determinaciones reales y a la vez experimentar lo que podría llegar a ser algo así como no necesitar ser lo que somos. Es justo en este momento cuando la apariencia de un mundo se desestabiliza y en donde nos es posible formular un juicio sobre este mundo. Dicha tarea se verá beneficiada por todas las palabras que estén disponibles en el nuevo campo de visión abierto por la disidencia que ahora encarnamos.
Queremos sugerir que el mismo programa “antropologías en el mundo” fue en su momento la política de una disidencia, es decir, la teoría de una situación específica vivida por sus formuladores. También nos parece razonable intuir que la emergencia de ese programa se dio en el seno de antagonismos muy concretos. Lo intuimos porque algunas definiciones desarrolladas por Eduardo Restrepo y Arturo Escobar nos vinieron muy bien cuando se nos presentó la necesidad de asumir los antagonismos vigentes en nuestra propia institución, es decir, cuando nos tocó politizar cierto malestar compartido. El programa “antropologías en el mundo” pudo volverse potente para las luchas que desarrollábamos hace algunos años porque fue agenciado en el marco de una disidencia real y adquirió en ella nuevos sentidos. “Antropologías en el mundo” no fue potente porque portaba una crítica radical de las premisas que fundamentan ciertas concepciones hegemónicas de antropología. De hecho, la crítica al establecimiento antropológico en el que estábamos siendo institucionalizados ya se encontraba en marcha en tanto crítica inmanente. Dicho establecimiento ya se había presentado como insostenible para nosotros, puesto que traicionaba buena parte de las promesas y expectativas que nos habían llevado a habitarlo. En esta situación, lo que retomamos de “antropologías en el mundo” no fue un esquema de deconstrucción sistemática del sentido común disciplinario (entre paréntesis, reiteramos que si tal sentido común realmente existía en nuestra institución, entonces ya estaba tambaleando, a punto de derrumbarse). Intervenciones como las de Eduardo Restrepo, Arturo Escobar, Esteban Krotz y muchos otros han sido para nosotros la fuente de donde sacamos algunas prescripciones políticas que resonaban en nuestras propias prescripciones y nos ayudaban a precisar su razón y su sentido.
En resonancia con Eduardo y Arturo nosotros podíamos decir, por ejemplo, que las prácticas institucionales y pedagógicas existentes en nuestro espacio de formación eran innecesarias. También dijimos, en aquel entonces, que la institucionalidad construida para formar antropólogos en nuestra universidad reposaba sobre criterios que no eran consensuales y que nunca habían sido realmente expuestos al balance crítico y al debate colectivo e igualitario. Ante estos hechos, nos pareció que valía la pena sumarnos a la organización de un paro de estudiantes que finalmente se llevó a cabo bajo las consignas de “transparencia y participación” y “paramos para pensar”. El paro suspendió las rutinas académicas e instauró un espacio de debate en el cual empezaron a circular categorías distintas a las que el poder institucional promocionaba para garantizar el adecuado reparto de los roles, las tareas, las necesidades, los éxitos y los fracasos.
No podemos pretender, sin embargo, que los enunciados producidos por nosotros en el ejercicio de la disidencia sean pertinentes a priori para instilar nuevas situaciones en otras coyunturas. Los enunciados solo cobran vida cuando algo los recluta y los pone en movimiento. Las palabras no poseen efectividad cuando se las convierte en meras representaciones de los objetos – aunque sean representaciones “alternativas” de los mismos. Las palabras solo se tornan evidencia de que las cosas pueden ser distintas de lo que son cuando alguien las toma y las convoca deliberadamente para tal función en el marco de un agenciamiento político concreto. Fuera de los agenciamientos, las palabras no son otra cosa sino fragmentos de una descripción pasiva del estado del mundo; descripción que está sujeta a cualquier uso – inclusive el uso multiculturalista.
En vez de describir heterogeneidades hay que actuarlas, poner su potencia a prueba y poner las pruebas de su potencia a la disposición de quienes quieran experimentar aquello de lo que son capaces dondequiera que estén, siempre y cuando, claro, sea necesario trascender la frustración, siempre y cuando sea necesario, en definitiva, desdisciplinar la antropología.
Es por ello que creemos importante insistir en la promesa que la antropología parece inoperar – en el sentido de postularla como deseo pero ejerciéndola como frustración. Se trata, como mencionamos antes, de la promesa de una implicación en la puesta en práctica de la realidad; una promesa que no renuncia a pensar y actuar en lo político. Dicha promesa abre un campo de posibilidades que están en tensión entre lo establecido y plausible hacia lo cual, en tanto “ciencia descriptiva”, la antropología siempre apunta.
Pensar la promesa del encuentro como una implicación es destronar la idea de frontera disciplinar que postula un afuera y un adentro y que es asegurada por la fórmula del distanciamiento etnográfico. Solo la implicación en determinadas luchas y en determinados contextos abre de nuevo el espacio a la pregunta por lo político como el lugar de las posibilidades.
Creemos que lo político, cuando se enuncia desde la antropología, está siempre en retirada, lo que quiere decir que es impensable la pregunta por lo político en Antropología, así como es impensable una “política antropológica”. Una política con “ethos” antropológico es una contradicción en términos. Lo político se le escapa a la disciplina, está en retirada, porque lo político en antropología tiende a ser axiomático, es decir, abre un determinado campo de indagaciones inmediatamente docilizadas en cierto nicho de inquietudes disciplinarias (nicho del salvaje, por ejemplo), que son restituidas como forma de conocimiento válido de cierto proceso a costa de darle la espalda.
La antropología le teme al compromiso de pensar lo político, pues, en su propia reivindicación disciplinar, basada apenas en la observación y la descripción, solo puede mirar lo que pasa y lo que pasó como algo mórbido. La antropología opera en el registro de lo que es, y no en el registro de lo posible, razón por la cual se abstiene ella misma de pensar, de abrir espacios de posibilidad que son inestables y que desestabilizan. La disidencia, un espacio de desestabilización que se da en el marco de luchas concretas, es donde este pensar lo político vuelve a retomar la promesa “perdida” para tornar inoperante la inoperancia de la antropología, es decir, hacer del deseo situación.
No hay, por ello, que buscar la disidencia. Al contrario, hay que ser partícipe de ella en dondequiera que esta abra un espacio de tensión entre lo establecido y lo que todavía no ha llegado a ser y no tenemos garantías de que en algún momento sea. Esto, por supuesto, no significa desconocer que las luchas se dan en marcos específicos, sino entender que no se reducen apenas a estos marcos; que tienen la capacidad de desbordarlos, de hacer de ellos una cosa otra. Tampoco significa que no se pueda imaginar objetivos determinados en estas luchas; desear estos objetivos en el sentido de querer hacerlos realidad. Es exactamente este esfuerzo lo que en realidad interesa a lo político, aunque no se encuentre la resolución de lo que se ha llegado a imaginar.
Lo importante aquí es que en el propio organizarse, encontrarse y tomar parte, ya la realidad ha expandido nuevos horizontes y resquebrajado toda ritualidad, todo afán de estabilización, toda disciplina. En suma, la disidencia y la pregunta por lo político que ella recoloca abren posibilidades radicales que vale la pena explorar a toda costa, intentando concretarlas en toda su complejidad, sin temor al castigo y apuntando a la emancipación.
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