La cuestión está en cómo deshacerse de esa disciplina en la cual hemos reducido la experiencia al lenguaje especializado: la antropología. Las experiencias a las que quiero referirme, en este caso, se dan en un marco muy concreto: las aulas de clase de la maestría en antropología social de la Universidad Federal de Rio Grande del Sur. Lo hago porque muchas veces ignoramos estas experiencias. De hecho, estas experiencias nunca se cuentan en los textos disciplinares. Sin embargo, en las aulas de antropología es en donde más se hace evidente la tensión entre la vigilancia epistemológica y la emergencia de nuevos posicionamientos que no se dejan domesticar.
La discusión introducida por Tomás Guzmán en este texto tuvo prolongamientos en la siguiente intervención, elaborada por Alex Moraes: Quando acordamos “a” Antropologia ainda estava ali: intervenção num debate sobre dissidência.
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Tomás Guzmán Sánchez
Experiencia
Escribir de forma prosaica para alguien que se formó en antropología resulta siempre un incómodo. Redactar sin padecer los enredos conceptuales y sin prescindir de ellos es quizás el menor de los problemas. La cuestión está en cómo deshacerse de esa disciplina en la cual hemos reducido la experiencia al lenguaje especializado: la antropología.
No pretendo detenerme, por ahora, en ninguno de los debates que la antropología académica ha hecho sobre la escritura etnográfica. Apenas quería apuntar a las experiencias como lugares de encuentro desde donde los debates, incluso aquellos que parecen abarcar el mundo, se tornan singulares o puntuales y de allí adquieren matices que conectan otros flujos que alimentan estos debates.
Las experiencias a las que quiero referirme, en este caso, se dan en un marco muy concreto: las aulas de clase de la maestría en antropología social de la Universidad Federal de Rio Grande del Sur. Lo hago porque muchas veces ignoramos estas experiencias. De hecho, estas experiencias nunca se cuentan en los textos disciplinares. Sin embargo, en las aulas de antropología es en donde más se hace evidente la tensión entre la vigilancia epistemológica y la emergencia de nuevos posicionamientos que no se dejan domesticar.
No se trata, sin embargo, de esencializar la figura del profesor o del estudiante. De nombrar a uno o al otro como policía o infractor. Se trata, en cambio, de ver qué posibilidades abren estos debates para pensar los supuestos que hacen de la antropología un lugar privilegiado para hablar del otro. Por tanto, debo advertir, que pese a que mi situación fue la de estudiante en la maestría, no me voy a referir a las posiciones que ocupaban los protagonistas de las dos diferentes escenas que pretendo abordar. Se me puede acusar de que esté ignorando ciertas relaciones de poder, y es verdad hasta cierto punto. Pero en este escrito lo que me interesa es ensayar algunas respuestas a ciertas consignas disciplinares que se dedican a punir la experiencia.
“Una antropología feliz”
La antropología disciplinar institucionalizada siempre necesita poner un límite entre su campo de investigación y su lugar de sociabilidad; entre sus sujetos de investigación y sus pares académicos. Como todo limite es arbitrario y subsecuentemente es un lugar de disputa; de policiamiento y contrabando donde dependiendo de la situación hay que sellar el pasaporte o pasar de agache; donde algunos tienen estatus de ciudadanos, otros de exiliados, otros de refugiados y otros de sin papeles. En suma, es un lugar difuso e ilegible, que se sostiene, en parte, por actos de fe en la academia misma -como aquella receta que define la labor del antropólogo como traductor, lo que ya, en si, supone dos espacios: uno diferenciado y otro indiferenciado.
Las consecuencias políticas de la imposición de este límite fue el tema a discutir durante una de las clases en esta maestría. Esto fue posible ya que la dinámica misma de la clase permitió que los estudiantes profundizaran en una temática teórica de la antropología en la actualidad que fuera de su interés. Un grupo de ellos, entonces, decidió exponer algo que venía rodando entre los pasillos de la universidad y cuya fuente de inspiración provenía del antropólogo colombiano Eduardo Restrepo: algo que aparecía bajo el rotulo de antropologías disidentes.
Como se podrá apenas sugerir, las disidencias escapan a la captura y por tanto no tienen una definición precisa o carecen de definición. Es por ello que en aquella aula no se trataba de establecer qué tipo de antropología es o no auténticamente disidente, sino que tenía dos finalidades puntuales: 1) ver de dónde emergía esta idea y 2) a través de allí visualizar las formas en cómo se excluyen, se punen o se niegan ciertas prácticas que tensionan con la academia antropológica. El riesgo de esta discusión, claro está, era volver a idealizar la disidencia como un nuevo espacio para el salvaje. Su ventaja era que permitía mapear el conflicto que se despliega sobre este límite y que es constantemente negado. También la intención era tratar de imaginar qué posibilidades e irrupciones podían surgir desde allí para revitalizar formas de investigación social que se pudieran inscribir en agenciamientos colectivos más amplios y emancipadores.
Sobre el primer punto no puedo detenerme con la precisión que merecería, pero para mi fortuna en A tinta Critica[1] se encuentran algunas reflexiones al respecto, además, claro, del trabajo de Restrepo y Escobar: antropologías en el mundo. Vale la pena, sin embargo, mencionar apenas uno de estos aspectos. Esta discusión señala que si bien ha existido la pretensión de una Antropología con la A en mayúscula, lo que en realidad existe es una heterogeneidad de prácticas antropológicas que se organizan frágilmente a partir de ciertas disputas disciplinares y ciertos juegos de poder que colocan algunas de estas prácticas y sus practicantes, por supuesto, en cierto espacios de privilegio mientras que otras aparecen como inexistentes. En este sentido, propuestas como las de “antropologías nacionales” en Esteban Krotz o las de “antropologías periféricas” de Cardoso de Oliveira”, o “antropologías en el mundo” de Eduardo Restrepo y Arturo Escobar –y de una forma más amplia la discusión de la Red de Antropologías del Mundo/RAM-, giran más o menos en torno de esta cuestión.
Con respecto al segundo desdoblamiento de la clase, habría que decirlo, no hubo ningún consenso ni de parte de los expositores –incluso entre ellos-, ni del resto de la audiencia. Más bien lo que quedó como sensación fue un profundo malestar. Sugiero que una de las causas de dicho malestar era el riesgo latente de idealizar lo disidente, por lo cual se hacía difícil poder enunciar algún ejemplo de lo que eso podría llegar a ser. No porque no hubiera experiencias disidentes que se pudieran narrar, sino más bien porque se corría el riesgo de normalizarlas en un aula de clase. Es más, dentro de aquella aula se podían encontrar experiencias que realmente rayaban con las prácticas y sentidos comunes profesados por el canon disciplinar dominante en el programa de pos-graduación. De otro lado, se había puesto sobre la mesa intencionalidades políticas que chocaban intensamente respecto al deber ser y no ser de la antropología en relación a ese espacio límite entre ese diferenciado que es el campo y ese indiferenciado que es la institucionalidad.
Desde mi posición en la discusión argumenté que si bien se advertía como pilar fundamental de la antropología el trabajo de campo, este siempre aparecía ausente en el tránsito legal de esa frontera. No porque se tratara, como en Geertz, de que la veracidad etnográfica radica en demostrar que se estuvo allá, haya sido esto verdad o no –reduciendo a las antropologías solo a la escritura. Sino más bien porque se ejerce un colonialismo sobre las condiciones reales de los sujetos con quienes investigamos una vez establecemos para ellos marcos interpretativos que los ordenan. En ese sentido, argumenté que la función del límite era la de generar el ya famoso distanciamiento etnográfico. Distanciamiento no solo espacial, como acostumbran las antropologías del atlántico norte, sino también emocional, político, de compromiso. Es pues este dispositivo el que hace de cierta forma inaceptable que ciertos antropólogos investiguen situaciones en las que se encuentran comprometidos, ya que como señala James Clifford caen fácilmente en trastrueques ideológicos –también se pueden recordar los comentarios de Clifford Geertz sobre las teorías feministas-. Al final ¿para quienes estarían traduciendo estos antropólogos la vida de los otros si ellos mismos hacen parte, relacionalmente, de esos otros? ¿cómo harían estos antropólogos para decir qué es lo otro, si ellos están sospechosamente imbricados en eso que la antropología debe señalar como lo otro? En suma, lo que se castiga es la imposibilidad de que el antropólogo señale como desviación las condiciones concretas de los sujetos con quienes investiga y por lo tanto se ve imposibilitado para nombrar la Antropología y, con ello, poder compartir, tensionar, discutir con sus pares en ese espacio de privilegio. No dije y no estoy diciendo, valga la pena aclarar, que se deban nombrar como disidentes las prácticas antropológicas donde el investigador es “nativo” –algo que, mientras el investigador se nombre a si mismo como “nativo”, para ciertas antropologías hegemónicas en el sur está bien visto-. Más bien que las disidencias ponen en jaque aquello a lo que ciertos antropólogos acostumbraron llamar -y hoy, aunque jocosamente, lo siguen haciendo- como “nativo”.
Al tensionar, en la discusión que manteníamos aquella vez en aquella aula, ese límite, no pocos nos sentimos confundidos, iracundos, perdidos, deslegitimados, sin saber muy bien como precisar. Algo que nos llevó realmente a experimentar la disrupción y, por tanto, a no fingirla como muchas veces sucede en estos performance de salón de clase. Esto se debía, creo yo, a que a partir de ese momento se hizo insostenible la palabra Antropología con A mayúscula. Algunos objetaron, sin embargo, que lo que se ponía en jaque era la tradición antropológica por diversa que esta fuera, algo que de cualquier forma nos lleva siempre a nombrar como Antropología las teorizaciones que se elaboran en el atlántico norte. Otros, o digámoslo de una vez, otro objetó que a la final los antropólogos eran comunidades no muy diferentes a las que los mismos antropólogos “estudian” -viejo artilugio geertzeniano. Especies de tribus –los antropólogos brasileños, los antropólogos norteamericanos, los antropólogos colombianos, los antropólogos de las migraciones, una suerte de tribu nómada – y que por lo tanto, negando así las relaciones de poder, debíamos relacionarnos bien con nuestros colegas. Al final, son ellos con quienes compartimos nuestros rituales, nuestra cultura, nuestros códigos, nuestra sociabilidad. En resumen, su argumento se basaba en la idea que debíamos buscar relaciones felices para preservar nuestra cultura, en vez de buscar los puntos de tensión que rompen la idea misma de cultura.
Dos o tres cosas que el concepto de cultura prefiere callar.
En su ya celebrado ensayo, cuyo título es parafraseado en este texto, M. Sahlins dice que el concepto de cultura fue propuesto como un antídoto al racismo. Algo diferente plantea Truoillot en su texto Adieu Cultura: Surge un nuevo deber. Para este autor el concepto de cultura surge como el anticoncepto de raza/ racismo. Por lo tanto, ambos conceptos son indisociables como la utopía lo es al nicho del salvaje (Véase Trouillot). Para este antropólogo haitiano la cultura ha sido una jugada política en la teoría para, de un lado, negar el contexto histórico y social que condicionó y posibilitó la antropología norteamericana –caso al que él se refiere-, y de otro lado, un refugio teórico para no abordar investigaciones relacionadas con el racismo/ racialización en el contexto norteamericano. En ambos textos, tanto el de Sahlins como el de Trouillot, se exploran de maneras diferentes -y con resultados diferentes- el malestar que ha producido entre los “antropólogos” el uso “lego” de la palabra cultura. El caso que me ocupa en esta parte del texto está relacionado precisamente con este uso “lego” de la cultura.
Todo comenzó, solo por decirlo de alguna forma, en un aula de antropología visual en donde se exponía un avance de un corto documental sobre MC Boneco, personaje principal del documental, que vive en la periferia de Viamão –Región metropolitana de Porto Alegre- en una favela llamada Elo Perdido. MC Boneco, cuenta él mismo en el documental, hace parte del movimiento hip hop del barrio Bom Jesus, periferia de Porto Alegre, pero por causa de su padre y de su novia, que ya vivían en Elo Perdido, él se muda a esta favela. En uno de los apartes del documental donde MC Boneco está contando su tránsito de Porto Alegre/ Bom Jesus a Viamão/Elo Perdido, él dice o se refiera a Elo Perdido como un lugar que no tiene cultura. Este comentario de MC Boneco, como él mismo contextualiza en el documental, hace referencia a una carencia en Elo Perdido de lo que comúnmente se denomina como “espacios culturales”. Espacios que MC Boneco ayudó a construir y de los que aun participa en el Bom Jesus. Voy a dejar momentáneamente el relato de este MC para pasar a contar lo que este comentario suscitó en esta clase.
Como era de esperarse la narración que MC Boneco hizo de Elo Perdido ruborizó a la mayor parte de los asistentes. No solo porque, de cierta forma, para algunos antropólogos decir que un lugar o alguien no tiene cultura es algo parecido a un insulto, sino porque sería aun más un insulto contradecir la forma de expresarse del protagonista del documental. Toda una paradoja que debía ser tratada con suma delicadeza para no ofender y, sin embargo, mantener el control disciplinar sobre el concepto. De este modo, una de las personas asistentes a la muestra, y que además estaba a cargo de los comentarios sobre este trabajo en específico, se dio a la tarea de hacer la separación quirúrgica necesaria para la ocasión. El primer paso, entonces, consistió en decir que era evidente que MC Boneco no entendía por cultura lo mismo que los antropólogos, con lo cual consiguió no deslegitimar la narración del protagonista del documental. El segundo paso fue una sugerencia: los encargados del proyecto documental, en tanto antropólogos, debían profundizar sobre lo que MC Boneco quería decir con cultura.
No es mi intención en este escrito develar lo que unos u otros entienden como cultura. Mucho menos señalar cuales son los efectos analíticos que la antropología reclama para si de este concepto, ni tampoco reflexionar acerca de los usos pragmáticos que la gente le da a la palabra cultura. Sin embargo, hay que decirlo con la advertencia de un quizás, que es en los usos pragmáticos de la palabra cultura donde se podría, si quisiéramos, empezar a problematizar ciertos y disimiles entramados de poder –por ejemplo los usos discriminatorios o reivindicatorios sobre los cuales el concepto de cultura es puesto como telón de fondo. En todo caso, indagar sobre estos escenarios tiene menos que ver con la idea de cultura que con otros “enredos” que el concepto de cultura no nos deja ver o, que en tanto su función de anticoncepto, tiende a callar.
Ahora bien, como Gupta y Ferguson han señalado en más allá de la cultura, uno de los problemas que la Antropología con A mayúscula ha tenido al apegarse al concepto de cultura como pilar fundamental ha sido el entendimiento del espacio y del lugar. También, claro, de la relación entre espacio y lugar. Podría decir alguien como Sahlins que es totalmente falso que la antropología cultural (norteamericana) alguna vez hubiera pensado en espacios e identidades fijas –Pensemos en como las teorías difusionistas alimentaron a Rivet o Boas, incluso a George Lucaks en Indiana Jones; Pensemos en las dos o tres cosas que Sahlins nos dice sobre las culturas, como por ejemplo, que los cambios son mediados, absorbidos, en término de los referentes culturales de una determinada cultura; Pensemos en sus ejemplos sobre Japón o sobre la melanesia. En otro sentido, deberíamos entonces pensar la facilidad que tiene Sahlins para determinar en su espacio imaginario, plano, y centrado en Estados Unidos quien es quien; Pensemos, por ejemplo, lo terriblemente conservador que es la idea de que los acontecimientos históricos son simplemente asimilados por la estructura a través de la agencia. Agencia, en este autor, no es más que un eufemismo para el ritual turneriano, no tanto por la fisionomía del concepto y si por sus consecuencias políticas: la eterna representación de un orden –así no sea el orden capitalista y si, más bien, la idea capitalística de orden.
Pero voy a dejar a Sahlins en paz. Más bien quiero volver sobre la pista de Gupta y Ferguson y Sobre MC Boneco pues, una de las cosas que pasó desapercibida para gran parte de los asistentes al documental fue el propio título: MC Boneco, o elo entre as periferias. La traducción más exacta del título al español sería: MC Boneco, el eslabón entre las periferias, ya que hace referencia al nombre del lugar donde vive el personaje del documental Elo perdido o en español Eslabón Perdido. También sería perfectamente correcto traducir Elo como nexo. De cualquier forma, acordémonos que MC Boneco es un sujeto en tránsito constante entre Bom Jesus y Elo Perdido, dos lugares periféricos de la Región Metropolitana de Porto Alegre. Tránsito es una palabra que difícilmente podría asimilar alguien como Sahlins, mucho menos cuando se trata de alguien que vive sus convicciones político- estéticas desde la marginalidad.
Además de que lo pueda usar cualquier persona sin necesidad de un título académico, periferia es uno de esos conceptos que describe un tipo de relación especifica entre el espacio y el lugar. La periferia lo es en tanto es construida sobre la creación de desigualdades con otros lugares naturalizados como normales. La periferia señala y hace parte de una topografía de la desigualdad y de la violencia entre algo indiferenciado y algo que es diferenciado en tanto que lo que determina su diferencia es el elemento supuestamente indiferenciado. La periferia es un margen de algo que no estando afuera – y habría que preguntarse qué es ese afuera o cómo es construido ese afuera – permanece excluido. O que se lo excluye para incluirlo como algo diferenciado. Por lo tanto, la pregunta que podría haber surgido respecto al documental sería cómo se reconfiguran estos lugares a partir de la disputa que abre la desigualdad, la diferencia o la indiferencia como un espacio donde es posible la contestación a partir de prácticas estéticas capaces de describir la configuración singular de una cierta topografía de poder (Véase Gupta y Ferguson).
El hip hop es, entonces, el punto de partida. MC Boneco es, tal cual lo describe el nombre del documental, un conector o un posible eslabón entre dos lugares periféricos que guardan entre si sus propias singularidades. En un sentido más amplio, tal como señala el antropólogo Cassio Maffiolleti, el movimiento hip hop en Porto Alegre sirvió para generar redes con pautas reivindicativas y capaces de disputar escenarios políticos desde las periferias. Esta maleabilidad estético-política hace de un MC un posible conector de redes y una bisagra entre realidades heterogéneas. También, de cierta forma, lo hace un gestor de conexiones y reconfiguraciones espaciales ya que se mueve entre esferas colectivas de disputa. A esto se refiere MC Boneco como falta de cultura, a un lugar que no ha conseguido enunciarse desde un posicionamiento político que le permita disputar los sentidos comunes asignados a la periferia. Por eso MC Boneco ve su fraseado como una herramienta política capaz de desmentir que en la periferia solo hay bandidos, anormalidad, sujetos violentos, tráfico de drogas, etc. Incluso si la interpretación del documental que se presenta aquí es estrecha, la discusión sobre el concepto de cultura dice poco sobre la compleja realidad que nos trae el eslabón entre las periferias. Es más, tiende a acallar estas complejidades en nombre de ciertos órdenes, de ciertas repeticiones y estabilidades. No permite ver las conflictividades e irrupciones de agenciamientos periféricos que contienen una fuerza enunciativa difícil de ignorar.
Sin duda, hay algo que se debe reconocer y es que el concepto de cultura ha escapado de las buenas o malas intenciones de los antropólogos. Cultura sirve para justificar posiciones tan reaccionarias como aquella de la “pobreza es cultural”, hasta las reivindicaciones de grupos marginalizados que hacen uso de la palabra de formas muy amplias. Sin embargo, lo que sigue siendo inmanente a este concepto es su obstinado gesto de negación de la producción de desigualdades y su vicio de proliferar la ya mutante figura del salvaje. El problema con este concepto no es que hable de las diferencias, sino que crea un lugar de indiferenciación que se permite nombrarlas a su antojo, paralizarlas en el tiempo y naturalizarlas. Por eso creo que Trouillot tiene razón: digámosle adiós a la cultura, hay otras tareas pendientes.
¿Mapear lo disidente?
Probablemente todo texto merezca una conclusión. Entonces he de ser sincero. Lo que he escrito hasta ahora hace parte de la trayectoria del Grupo de Antropología Crítica. Es más, está involucrada hasta los tuétanos con sus discusiones y apuestas políticas. Por eso la conclusión de este texto va hacia el momento de eclosión de este espacio. No porque me interese matarlo, sino porque me interesa revivirlo, ya que es un espacio de enunciación que aún conserva su fuerza.
Entre las muchas razones que llevaron a que el GEAC se desintegrara –otros dirán: tomara otros rumbos – fue el proyecto de mapear prácticas disidentes en antropología. Un proyecto muy arriesgado y difícil. Creo que uno de los errores fue querer encontrar estas prácticas funcionando vivamente en algunos lugares. De nuevo advierto, no es que no existan estas prácticas ni sus practicantes. Pero se corre el riesgo, como lo señalaba Said respecto de Scott, de hacerlas evidentes en topografías de poder en las cuales el grupo está inmerso. Esto no significa de forma alguna abandonar el proyecto, sino darle una perspectiva diferente. Apenas como sugerencia se me ocurre un punto de partida:
No centrarse en la palabra disidente. Como dije lo disidente no se captura, mapear puede llegar a ser un movimiento de captura. Lo que se debería es ver que prácticas tensionan, convulsionan, hacen de cierta forma sufrir o provincializan las prácticas académicas que mantienen como su fuente de privilegio una frontera entre el campo y la academia. No debe importar si estas prácticas se encuentran o no en el espacio institucional de la antropología. Lo que importa es ver cómo estas prácticas, así no estén dentro de una economía racional, modifican esos espacios institucionales. No se debe, por tanto, pretender ver en estas prácticas intenciones claramente destituyentes del disciplinamiento académico, sino más bien posibilidades imaginativas. Pensar en esas prácticas apócrifas como enunciaciones más amplias que trasbordan cualquier pretensión de arbitrariedad de la frontera disciplinar.
Referencias a algunos autores mencionados en el texto
AGAMBEN, Giorigio. Homo Sacer. O poder soberano e a vida nua I. Belo Horizonte: Editora da UFMG, 2002.
CLIFFORD, James. Introducción: verdades Parciales. En: MARCUS G. E. Y CLIFFORD, J (comp.). Retóricas de la antropología. Madrid: Júcar Universidad, 1991, pp, 25-60.
GUPTA, Akhil y JAMES, Ferguson. Más allá de la “cultura”: espacio, identidad y las políticas de la diferencia. En: Antipoda, No. 17, Julio-Diciembre 2008, p. 233-256 (Disponible AQUÍ)
MAFFIOLETTI, Cassio. Movimento hip hop em Porto Alegre: rede de relações e protagonismo juvenil. Trabalho de conclução de mestrado. Porto Alegre, UFRGS. (Disponible AQUÍ)
MORAES, Alex; GUZMÁN, Tomas. Brindis por una antropología delirantes. (Online) 2013. (Disponible AQUÍ).
RESTREPO, Eduardo; ESCOBAR, Arturo. “Antropologías en el mundo”. En: Jangwa Pana, No. 5, 2004, pp, 110-131. (Disponible AQUÍ)
SAHLINS, Marshall. Dos o tres cosas que se del concepto de cultura. En: revista Colombiana de Antropología, No. 37, 2001, Pp, 290-327
TROULLOT, Michel-Ralph. Transformaciones Globales. La Antropología y el mundo Moderno. Bogotá: Universidad del Cauca-Universidad del los Andes, 2011. (Disponible AQUÍ)
[1] Vease en especial: A antropologia é um lugar seguro? y ¿Antropologías en las relaciones de Poder? En el boletín numero 2 de A Tinta Crítica disponibles en versión online en este blog. (textos AQUÍ)
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