Por Juliana Mesomo (traducción: Alex Moraes).
Censurar la violencia es fácil, pero solo lograremos transcender la razón de Estado cuando sepamos desarrollar nuestros propios medios para pensar la violencia en tanto posibilidad y definir los criterios de su actualización táctica.
Este texto también está disponible en portugués.
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“Primero hay que saber vivir…”: este es el título de un texto en el que León Rozitchner reflexiona sobre la naturaleza de la violencia revolucionaria movilizada por la izquierda. A diferencia de lo que pretenden insinuar el militarismo y la teoría de los dos demonios, el militante revolucionario no recurre a la violencia para provocar la muerte – propia o ajena –, sino que lo hace para afirmar la vida y sus posibilidades. La violencia del revolucionario estaría muy lejos de la lógica cristiana del holocausto y el sacrificio porque, en realidad, su objetivo último no es matar o morir, sino vivir según nuevas posibilidades. La muerte, en este contexto, es un riesgo inherente a la acción política; un riesgo que debe ser administrado de acuerdo con el principio de la vida. La muerte no es, de ninguna manera, la esencia de la violencia revolucionaria.
Durante las últimas protestas en contra de la reforma previsional, se desató en Argentina un debate que no es novedoso para quienes estuvimos involucrados con las sublevaciones populares de 2013 en Brasil. Se trata de la discusión sobre la naturaleza y la validez del uso de la violencia en las protestas callejeras. Viendo algunas imágenes del choque entre la policía y los manifestantes en la Plaza Congreso, un hecho me llamó la atención. Aunque que su número era significativo, los manifestantes “violentos” no se aprovecharon jamás de esta situación para aislar a algún policía y castigarlo individualmente. Su objetivo consistía, básicamente, en abrir espacio – entre piedrazos y molotovs – para lograr acercarse al edificio del Congreso. El foco de la acción no era, obviamente, linchar a los policías. Si algo así hubiera pasado, sabríamos, de antemano, que ya no se trataba de violencia revolucionaria. El apaleamiento y el linchamiento de las personas es, dicho sea de paso, una evidente cobardía que se manifiesta con frecuencia en la acción de la misma policía — o de quienes pretenden imitarla en nombre del orden. La violencia policíaca no tiene nada que ver con la “violencia revolucionaria”. Su objetivo más elemental es la producción del terror, la vulneración de la vida, el amedrentamiento y la disolución de las multitudes.
Luego de los “disturbios” en la Plaza Congreso, los sectores más conservadores del progresismo (oxímoron real) argentino intentaron establecer una ecuación entre todas las formas de violencia, independientemente de su naturaleza. En el 2013, en Brasil, esta ecuación esdrújula también se insinuó y, por suerte, pudo ser invalidada con relativa rapidez. Quienes nos comprometimos con los horizontes de intervención política inaugurados en junio de 2013 sabemos que el uso eventual de la violencia, y la decisión de ocupar las calles y los parlamentos sin pedirle permiso a nadie, significó un mensaje de coraje e impetuosidad que, de a pocos, generó simpatía en la “gente común”. Desde aquella época, las imágenes de manifestantes arremetiendo contra la policía significan, para muchos brasileños, un emblema de la necesaria radicalización de la lucha popular en el país. En las marchas brasileñas de 2013, los militantes de diferentes organizaciones políticas aprendieron a protegerse mutuamente en situaciones de represión, aunque no todos tiraran piedras o rompieran vidrieras. Se produjo, en aquel entonces, una suerte de consenso tácito según el cual la propiedad – y no la gente – sería el blanco preferencial de la violencia (edificios, autos, contenedores y todo tipo de pieza publicitaria). Estamos hablando de algo muy distinto a la violencia policial, cuyo objetivo es, siempre, la aniquilación de los cuerpos. Cuando había enfrentamientos con la policía, su finalidad solía ser, en la gran mayoría de los casos, la de repeler a los batallones antidisturbios para, de este modo, lograr alcanzar algún objetivo estratégico: una empresa privada, un parlamento o un palacio de gobierno, por ejemplo. Dicha actitud estaba reflejada en un conocido slogan que se escuchaba en todas las grandes manifestaciones del año 2013: “recua policía, recua, é o poder popular que está na rua” (“Retrocede policía, el poder popular está en las calles”).
Por supuesto que los usos de la violencia evocados más arriba solo funcionaban cuando las marchas poseían dimensiones masivas. La dialéctica entre masividad de la protesta y despliegue de la violencia era irrefutable: quienes estaban en la marcha aprobaban la violencia y esta, a su vez, potenciaba inmediatamente la voz de todos los que marchaban. El pensamiento progresista conservador siempre va a tratar de negar este hecho insoslayable con la retórica ciega de la represión. Ocurre que la violencia emerge, justamente, porque las marchas no son instituciones de la democracia liberal, que procede mediante consensos, representaciones y presuntos contratos. Las marchas realmente desestabilizadoras son otra cosa: consisten en la interrupción de los modos de conducta y las segmentaciones que sostienen la política representativa. Si, en la democracia liberal, los “abuelitos” y los “jubilados” suelen representarse como portadores de un deseo homogéneo de tranquilidad, en las marchas, por otro lado, estas mismas personas tienen la oportunidad de desidentificarse respecto de ciertos estereotipos muy difundidos. Y la violencia puede ser una herramienta útil en dicho proceso. Por esta razón, no debemos negarla a priori. Hace falta inventar mecanismos para procesarla en forma creadora. Pensar sobre lo que puede hacerse con (la) violencia implica un enorme esfuerzo político de construir nuevos agenciamientos colectivos que no serán, necesariamente, reductibles a las “culturas organizativas” actualmente existentes.
Los mismos argumentos conservadores esgrimidos para deslegitimar el uso de la violencia en las protestas argentinas han sido utilizados en Brasil hace algunos años, casi sin variaciones. La experiencia brasileña de 2013 ofrece, sin embargo, un par de criterios que contribuyen a refutar tales argumentos. Me propongo recuperarlos en esta ocasión porque parecen sinergizar con los devenires desnormalizadores que pulsan, hoy, en Argentina.
1) “Debemos proteger la vida y evitar la violencia”. Como había mencionado antes, el uso emancipador de la violencia responde a la voluntad de afirmar la vida y sus posibilidades. La policía es, simplemente, una fuerza del orden destinada a obstruir la afirmatividad de la soberanía popular. Si hay fuerzas represivas en el camino, la vida está obligada a afirmarse con lucha y resistencia. Quienes se adjudican la función de “proteger la vida” – es decir, de resguardar su sustrato meramente biológico y pasivo – son las mismas fuerzas institucionales que extorsionan la vida con la constante amenaza del estado de excepción. Es lógico que, cuando usamos la fuerza, tenemos que elaborar métodos de cuidado y protección – incluso para no herir gravemente a los policías –, pero esto no implica “proteger la vida” a toda costa. Si la biopolítica quiere proteger la vida, entonces un paradigma no biopolítico debe “afirmar la vida” en forma autónoma, reivindicando su potencia – y no su fragilidad –, alejándose de cualquier pretensión de pasar indemne por el “mundo (en) marcha”.
2) “Somos el 99% de la marcha y los violentos son el 1%”. La gran virtud de la izquierda es saber procesar creativamente sus devenires minoritarios. En primer lugar, la toma de decisiones en el campo de la izquierda no necesita reproducir las estructuras de la democracia representativa. Todas las posiciones merecen ser tenidas en cuenta y evaluadas con atención y sensibilidad. En la política emancipadora, no se trata de producir mayorías cuantitativas silentes (insignificantes) para, luego, ponerlas a la disposición de un representante sagaz que esté dispuesto a utilizarlas a su antojo a la hora de sostener prescripciones ajenas a los amplios debates colectivos. La lógica de la cuantificación es propia del Estado y la policía. La izquierda, por otra parte, debe evitar la circunscripción “estadística” de las identidades que confluyen en su espacio. Vale la pena intentar asumir al otro y la diferencia en términos distintos a los que emplea el Estado. La diferencia ajena, aunque sea minoritaria, puede significar algo que concierne, potencialmente, a todos nosotros. Suponer que el 99% de los que marchan no estaría de acuerdo con el uso de la violencia es afirmar que las personas asumen decisiones estables e irremediables. Esta suposición niega a las marchas populares su estatuto de lugar político singular, es decir, de espacio en donde se vuelve posible desarrollar problemáticas nuevas, experimentar otras intensidades y, eventualmente, cambiar de idea y de actitud.
3) “Nadie les dio el derecho de expropiar nuestra marcha”. En las marchas no hay un “contrato social” que determine, en última instancia, lo que está permitido y lo que está negado para las diferentes fuerzas que concurren a la movilización. Lo que hay es una construcción colectiva que se va moldeando muy de a pocos, y que se beneficia de múltiples potencias. Una marcha – en tanto sustrato de un sujeto en construcción – procede por intensidades que oscilan en el tiempo y en el espacio. Su estatuto extraordinario permite a las personas y colectivos políticos experimentar actitudes novedosas, que no fueron predefinidas. También cabe mencionar que es imposible explicar la diseminación de la violencia con teorías de la conspiración. En estos casos, convendría trabajar con teorías de la co-inspiración, para poder pensar la violencia como una potencia latente que se actualiza un poco al azar, en el materialismo de los encuentros. Por supuesto que el uso de la violencia puede y debe ser planeado (es lo que suele ocurrir). Sin embargo, si el recurso a la acción directa encuentra adhesión en el cuerpo de una marcha, es imposible acusar de manipulador al grupo de personas que, simplemente, expuso ante los ojos de todos una posibilidad antes reprimida. ¿Y si la violencia revolucionaria es una potencia inexplorada que los llamados “provocadores” presentan en el horizonte estético de la izquierda? Censurar la violencia es fácil, pero solo lograremos transcender la razón de Estado cuando sepamos desarrollar nuestros propios medios para pensar la violencia en tanto posibilidad, y definir los criterios de su actualización táctica.
4) “Los que tiraron piedras y molotov son unos lúmpenes desorganizados”. El grupo que adhiere a la violencia es potencialmente infinito en su diversidad. No se le puede atribuir a priori ninguna identificación de clase u origen social, puesto que la violencia es ampliamente interpeladora. Jubilados y mapuches, profesores y estudiantes, troscos y peronistas, organizados y desorganizados: lo cierto es que cualquiera puede tirar la primera piedra. Sin dudas, es posible que un grupo muy específico “prenda la chispa”, pero, al fin y el cabo, esto no es lo que realmente importa (salvo para la policía). En efecto, si respondemos afirmativamente a la invitación a tirar piedras y romperlo todo, ya no importa saber dónde empezó el quilombo. Lo fundamental es encontrar la lógica inmanente a la diseminación objetiva de la violencia en cada situación e intentar pensarla lejos del Estado. Asimismo, me parece muy positivo que, en una marcha, haya sectores “desorganizados”, una vez que sus acciones responden a decisiones tomadas fuera de los parámetros de intervención más convencionales, definidos por las fuerzas políticas hegemónicas. Es deseable, por ejemplo, que los trabajadores precarizados se sumen a las movilizaciones. El conjunto de la izquierda – o de la oposición en construcción – tiene mucho que ganar con la alianza con los sectores que no están alineados a los sindicatos tradicionales. El uso de la palabra “lumpen” no hace más que evidenciar una profunda incomprensión de ciertos “progresistas” en lo concerniente a las formas políticas que se producen por fuera de sus propios partidos.
5) “La violencia de los manifestantes provoca la violencia policial”. Es dudoso afirmar que una institución hecha para reprimir y aterrorizar depende de las “provocaciones” de la gente para entrar en acción. En Brasil, aprendimos que la acción de la policía responde a decisiones tomadas por el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial – y no a las provocaciones de los manifestantes. En muchas ocasiones, la policía tuvo que omitirse ante las “provocaciones” de la gente porque no había condiciones logísticas para desencadenar la represión y porque los gobiernos locales habían decidido ablandar la fuerza desplegada por los efectivos de seguridad. La represión no es una respuesta automática y natural de la policía ante provocaciones supuestamente “obvias”. Así es como a la policía le gustaría que la pensáramos: como una bestia salvaje que ataca cuando se siente amenazada. Pero, en realidad, las órdenes represivas son discutidas y planeadas. La misma decisión de dejar a los policías expuestos a las piedras de la multitud, sin condiciones de defenderse, es calculada desde arriba.
6) Hay personas y agrupaciones políticas que resuelven desmarcarse de los “sujetos violentos” adjudicándose el privilegio de ser “honestos y pacíficos”. Portarse así es no reconocer la violencia que su propia vida “normal” acarrea para otros colectivos humanos; es no reconocer la violencia real – el estado de excepción real – que opera cotidianamente en vastos territorios de la ciudad. Se trata de un estado de excepción que sostiene la vida normal de algunos y su derecho a ser pacíficos, mientras expone a otros a la intransigencia sistemática de la represión. En segundo lugar, quienes estigmatizan al “sujeto violento” terminan por reproducir, en el campo de la izquierda, una lógica policíaca profundamente desleal, que autoriza la exposición de otras personas a la violencia del Estado por el solo hecho de considerar sus métodos y opiniones “anormales” o “irresponsables”. Ante este tipo de postura, la reflexión sobre el uso de la violencia se torna esencial. En Brasil, afortunadamente, buena parte del campo popular reconoce, hoy en día, que delatar a los compañeros que salen a protestar junto con nosotros no es, para nada, una actitud digna. Tampoco es aceptable denunciar ante la “opinión pública” los errores – o, peor todavía, “los crímenes” – que supuestamente cometieron los demás, el “1%”, los anormales y los criminales. Si hay controversias sobre qué hacer ante la violencia, si hay ponderaciones sobre su uso, entonces deberíamos enunciarlas en espacios de interlocución específicos, destinados, especialmente, al desarrollo cuidadoso de este tipo de problemática. Nadie que esté comprometido con la autonomía popular y la emancipación política debería legitimar el despliegue del poder soberano sobre otra persona que también está tratando de construir los medios para su propia liberación.
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