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Combatir para no gobernar: la auto-legitimación belicista de la derecha colombiana

Por Carolina Castañeda

A la cuestión migratoria se ha sumado el golpe del autoproclamado presidente Guaidó: ambos hechos han funcionado como legitimadores de las ansias guerreristas de la derecha colombiana. Esa misma derecha que considera necesario continuar con la guerra en Colombia porque los adversarios sólo pueden tomarse como enemigos a exterminar. Pero somos más de ocho millones de colombianos los que no creemos en el poder de las armas como garantía de las democracias propias y ajenas.

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Colombia asiste hoy a una nueva guerra interna y promueve una guerra internacional en pleno posacuerdo. Parece un contrasentido pero es la realidad actual. A poco de haber firmado los Acuerdo de la Habana para la finalización de la toma de armas de la guerrilla de las Farc, nos están instando de nuevo a la guerra. Cuando seguimos a la espera de que finalmente se formalicen esos acuerdos en planes y programas concretos, ya se ha apresado – y acusado de narcotráfico – a algunos dirigentes exguerrilleros. Se ha impedido la implementación de los acuerdos dejando en el limbo a los excombatientes rasos que viven en el campo y en los pueblos pequeños. En tanto, a los dirigentes se los ha dejado prácticamente sin juego político. Asimismo, se han asesinado sistemáticamente a varios campesinos reclamantes de las tierras que abandonaron en medio de los combates. Siguiendo el modelo de la campaña por el “No” a la firma de los acuerdos promovida por Uribe, el gobierno Duque hoy desconoce la voluntad de las dos partes firmantes (Colombia y las Farc) y reubica al Estado en el lugar de combatiente de terroristas. A sabiendas de que no tendrá respuesta bélica por parte del ahora partido de las FARC y, con un gobierno que no ha logrado posicionar simpatías, Duque acude a la probada fórmula de la guerra no reconocida. Al mejor estilo Uribe, Duque sostiene que no hay ni hubo guerra en Colombia, tan sólo delincuentes que el Estado debe combatir. Por eso se ha lanzado en ofensiva contra un fantasma que parece feliz de ser tenido en cuenta. Ahora el turno de enemigo interno se le ha delegado a la guerrilla camilista y guevarista del ELN[1]. La guerra garantiza presencia mediática, soldados contentos, y justifica reformas fiscales, nuevos desplazamientos, extractivismos y movidas corruptas y sanguinarias. Como ya muchos habían anticipado, el posacuerdo no sería un escenario fácil o menos violento. Se vislumbraban con terror los asesinatos selectivos que triste e impunemente están ocurriendo, así como la dispersión de la violencia, antes unificada en los paramilitares, a bandas delincuenciales de todo tipo. Se preveían, como en efecto ocurre, disidencias guerrilleras que se negaran a cumplir con lo pactado. Con lo que no muchos contábamos es que el paramilitarismo se oficializara de tal manera que su desaparición signifique su reconversión en el Estado. Tenemos hoy unos asesinatos no reconocidos, sistemáticos y selectivos a líderes y candidatos locales, un conflicto no reconocido y una nueva disculpa para acabar con los diálogos con el ELN, lo que justificaría  combates armados y presencia militar en los territorios. Y claro la guerra como única agenda.

Durante los últimos meses del gobierno Santos y los primeros de Duque el entusiasmo del posacuerdo – verificable en el descenso sin precedentes del número de muertes y heridos en combate – se sintió en la movilización popular. Marchas por derechos, debates por corrupción, solicitud de despidos de agentes estatales marcaron la pauta. Al fin las bases sociales y populares podían pensar en las violaciones a los derechos humanos por fuera de la caja del derecho internacional humanitario, es decir, más allá del horizonte de la mera preservación de la vida en medio del conflicto. Pudieron pensarse la salud, la educación, los salarios, los impuestos, la estabilidad laboral. Hubo, pues, un momento en que la sociedad se podía pensar así misma. Unas bases populares que empezaron a pensar en qué significa ser gobernados y qué podían exigir de sus gobiernos.

Pero los mentores de Duque, bien acostumbrados al modelo de combatir para no gobernar, identificaron en dos coyunturas la oportunidad de volver al modelo del combate y a la eliminación de la movilización del pensamiento. Por un lado, se encontraron con el incidente confuso y oscuro de una bomba del ELN en una escuela de policía en Bogotá. Por otro lado, y sin ninguna posición política diferente al oportunismo, vieron la ocasión de entrar a apoyar a Trump en el derrocamiento de Maduro. Por supuesto, Trump no considera a Duque su par y tampoco necesita demasiado de él para sus propósitos. Puede atacar Venezuela desde el Caribe, desde la Guayana o desde Brasil. Pero el Centro Democrático (partido de Uribe y Duque) sí necesita mostrar que el castrochavismo existe. Esta coyuntura se le ha servido en bandeja al mediocre gobierno Duque, que cada día pone a más inmigrantes venezolanos en las calles colombianas en condiciones de precariedad; una precariedad que, dicho sea de paso, el gobierno usa en los medios y desprecia en los hospitales. A la cuestión migratoria se ha sumado el golpe del autoproclamado presidente Guaidó: ambos hechos han funcionado como legitimadores de las ansias guerreristas de la derecha colombiana. Los mismos que consideran necesario continuar con la guerra en Colombia porque los adversarios sólo pueden ser enemigos a exterminar. Los electores de Duque son, pues, los promotores de una invasión estadounidense en Venezuela promovida desde Colombia (no se tiene certeza de cuántos colombianos reales apoyan este gobierno, una vez que la duda sobre el conteo de los votos en las elecciones está presente).

Duque ciertamente es un joven imprudente que no sabe dónde se está metiendo. Él desconoce los riesgos económicos que implica una guerra con Venezuela. Sea como fuere, lo cierto es que los dirigentes de la derecha colombiana no pueden vivir sin los gringos al lado: apenas se fueron de Panamá esperan tenerlos en Venezuela. Hablo de riesgos económicos porque son los únicos que podrían reclamarle sus amigos de la derecha.

Lo que ciertos dirigentes políticos han hecho de Colombia es ciertamente indignante. Hace un siglo ya largo Colombia, con la arrogancia de la ignorancia, dejó a su suerte todas aquellas tierras “planas” que le aparecieron salvajes y llenas de salvajes: por eso tuvimos una guerra con el Perú y, sobre todo, por eso las gentes de Panamá no tuvieron más remedio que proclamar su autonomía. La separación de Colombia y Panamá fue el inicio de dos procesos que hoy se profundizan en el continente por la irresponsabilidad de la derecha colombiana. Por una parte, Colombia promovió entonces – y sigue promoviendo hoy – el exterminio del sueño bolivariano. Al separar Panamá, Colombia permitió que la unión suramericana se rompiera, favoreciendo así la fractura de Latinoamérica. De este modo, los países del centro quedaron desarticulados de toda Suramérica. Esa Suramérica a la que Colombia nunca se ha sentido unida del todo. Aquella a la que siempre le da la espalda. Con la entrega de Panamá, con la entrega de las selvas del Darién, no a Panamá sino a Estados Unidos, Colombia entregó la soberanía latinoamericana al imperio y lo invitó a traer sus bases militares y económicas.

Pero somos muchos los colombianos que no queremos una Colombia trásfuga de la historia de continental. Sumamos al menos ocho millones (según las fraudulentas cifras electorales que le dieron el triunfo a Duque). No queremos una Colombia faltona que se regocije en la muerte y la promueva a nivel continental. Al menos ocho millones de colombianos nos oponemos radicalmente a una intervención armada y un bloqueo económico de Venezuela. Somos al menos ocho millones de colombianos que exigimos que no asesinen más líderes sociales. Que exigimos la implementación de los Acuerdos de la Habana, una negociación política con el ELN, justicia para los líderes asesinados. Que exigimos, promovemos y apoyamos la movilización popular y, sobre todo, el respeto por la vida, la soberanía y la autodeterminación de todos los colombianos, venezolanos y suramericanos. Somos más de ocho millones de colombianos los que no creemos en el poder de las armas como garantía de las democracias propias y ajenas.

Nota

[1] Y como siguiendo un guión de una película surrealista ocurre lo desconcertante, el ELN, una guerrilla curtida  por cuarenta años de combates, sorprende con un ataque de kamikaze a una escuela de policía y Duque encuentra la oportunidad para cerrar una mea de diálogo en la que nunca participó seriamente.

O Grupo de Estudos em Antropologia Crítica é um coletivo independente que atua na criação de espaços de auto-formação e invenção teórico-metodológica. Constituído em 2011, o GEAC se propõe, basicamente, a praticar “marxismos com antropologias”. Isto significa desenvolver meios para refletir, de maneira situada, sobre os devires radicais da conflitividade social contemporânea. Delirada pelo marxismo, a antropologia se transforma, para o GEAC, numa prática de pesquisa e acompanhamento político das alteridades rebeldes que transbordam e transgridem a pretensão totalitária do modo de produção vigente e da sua parafernália institucional.

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