Geral Teoria Crísica

“No conviene angustiarnos. Mejor busquemos las palabras de las futuras sublevaciones”. Cien Días entrevista a Máquina Crísica

Ilustração: Sem título. Artista: Koukouvayia

Bolsonaro representa la derecha no solo porque es machista, racista y cómplice de los poderes fácticos. Él es la derecha porque nos exhorta a vivir sin esperanza, sin imaginación política, sin experimentar nuevas capacidades colectivas más allá de aquellas que confirman nuestras funciones actuales en la sociedad — incluso cuando dichas funciones nos producen malestar. (…) Nos parece dudoso decir que existen actores muy específicos cuyas estrategias puntuales explicarían la hegemonía alcanzada por la derecha en Brasil. Si pensáramos en estos términos, perderíamos de vista una de las características más evidentes de la actual coyuntura, a saber: que la derechización es transversal a todas las segmentaciones sociales.

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La Revista Cien Días, del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP – Colombia), acaba de publicar una nota sobre los actuales procesos de ‘derechización’ en América Latina en la cual se abordan, principalmente, las coyunturas de Colombia, Brasil, Argentina, México y Nicaragua. El material nos da una idea de lo que sucede actualmente en diferentes contextos nacionales, permitiéndonos evaluar sus eventuales conexiones y singularidades. Para la elaboración del texto, fueron consultadas investigadoras que actúan – y militan – en cada uno de los países mencionados. Máquina Crísica – GEAC compartió su perspectiva sobre el caso brasileño. Esta es la versión íntegra de las respuestas enviadas a nuestrxs entrevistadorxs de Cien Días.

Para leer el artículo resultante de esta entrevista, hacé clic aquí.

– ¿Cómo ha sido el proceso de derechización en Brasil?

En primer lugar, habría que aclarar muy brevemente en qué sentido hablamos de “derechización”. Para nosotrxs la derechización es una categoría de la investigación política. Por lo tanto, no se trata de un concepto sociológico, orientado a definir objetos empíricos de interés estrictamente académico. Como categoría de la investigación política, “derechización” cobra relevancia en la medida que nos permite delinear estratégicamente una coyuntura específica, cuya superación es necesaria y urgente.

Así pues, para el caso brasileño, llamamos “derechización” un período que le sigue al cierre represivo de las grandes movilizaciones populares. Empezamos a derechizarnos cuando perdemos aquellas esperanzas que, en un momento dado, nos condujeron a experimentar una actitud política irreverente y transformadora. En estos términos, podríamos decir que la derechización brasileña tuvo inicio luego del repliegue de las grandes manifestaciones populares de la secuencia 2012-2013. Grosso modo, el disparador de dichas manifestaciones lo constituyeron las intensas protestas contra el aumento del precio del transporte público en las ciudades de Porto Alegre y São Paulo. Poco a poco, el clima de protesta desbordó su contexto original y se diseminó por el país, favoreciendo la expresión de un amplio abanico de exigencias que incluía, por ejemplo, la lucha por mejores servicios públicos y la proposición de nuevas formas de participación política.

A lo largo del año 2013 hubo feroces enfrentamientos con la policía en las principales ciudades del país. En algunos casos, la gente llegó a ocupar los parlamentos municipales y provinciales para discutir sus propios “proyectos populares de ley”. Asimismo, es interesante añadir que, según diversas encuestas, quienes salimos a las calles en el 2013 teníamos una aprobación mayoritaria de la población “no movilizada”. Sin embargo, toda esa movilización colectiva no encontró una resonancia significativa en el gobierno de Dilma Rousseff. Al contrario: el gobierno del Partido de los Trabajadores no solo no vio con buenos ojos lo que sucedía en las calles, sino que también respaldó medidas represivas en contra de los manifestantes. Al igual que Lula, la presidenta Dilma no estuvo dispuesta a buscar legitimación política más allá de las alianzas partidarias que, desde hace 30 años, han asegurado la gobernabilidad republicana brasileña.

Las sublevaciones del 2013 inauguraron una temporalidad propia. Esto quiere decir que su potencia intrínseca era lo único que podría hacerlas perdurar. Y desafortunadamente dicha potencia no pudo evitar un paulatino retorno a la normalidad. El tiempo necesario para consolidar nuestras consignas, nuestras capacidades organizativas y nuestros dispositivos de poder e intervención política era más lento que el tiempo de la represión y la captura. Pero aquí lo importante no es hacer el balance crítico de un fracaso, sino más bien definir sus consecuencias. En este sentido, hay que subrayar lo siguiente: volver a la normalidad después de una derrota no es lo mismo que vivir aquella normalidad esperanzada que antecede la emergencia de un acontecimiento nuevo. La normalidad que le sigue a la derrota es una normalidad plagada de frustración y desespero. Desde el 2014 en adelante el horizonte de posibilidades disponible a la gran masa de la población se ha empobrecido muchísimo. Es como si se hubiera vuelto imposible ambicionar otra cosa que no sea la continuidad del devenir ordinario de nuestras propias vidas. En esta atmósfera entristecedora se fue cocinando la adhesión popular al discurso de Jair Bolsonaro.

Básicamente, lo que hace Bolsonaro es legitimarse desde la promesa de una normalización resignada. Si tuviéramos que sintetizar en una frase el sentido fundamental de su promesa política, podríamos escribir lo siguiente: “nada va a cambiar en sus vidas, pero de todos modos sabremos defender lo poco que ustedes lograron conquistar en los últimos años gracias a su espíritu obediente y su laborioso esfuerzo individual. Y la policía está ahí para ayudarnos en esta tarea”. Bolsonaro representa la derecha no solo porque es machista, racista y cómplice de los poderes fácticos. Él es la derecha porque nos exhorta a vivir sin esperanza, sin imaginación política, sin experimentar nuevas capacidades colectivas más allá de aquellas que confirman nuestras funciones actuales en la sociedad, incluso cuando dichas funciones nos producen malestar.

Al fin y al cabo, la derecha es la apología del mal necesario en nombre de una cohesión social imaginaria. Si es verdad que la derechización designa un período marcado por la frustración; un período en el cual las energías colectivas se canalizan hacia la preservación del reparto actual de los bienes, el poder y las visibilidades, entonces son justamente estas tendencias las que debemos interrumpir en aras de relanzar una política de izquierda. Ahora bien, ante la derechización actual, ¿qué sería la izquierda? Muy abstractamente, podría decirse que la izquierda es lo que no tiene existencia política bajo el bolsonarismo, es decir, todo aquello que debe dejarse a un costado para que las promesas de Bolsonaro se tornen aceptables y deseables. En Brasil, militamos junto a lxs que creen que la búsqueda de la izquierda real depende una prospección sensible del tiempo presente. Esto significa dialogar constantemente con lxs demás y, a través de ese diálogo, ir visibilizando aquellos enunciados que disuelven, quizás secretamente, la presunta estabilidad del proyecto de futuro refrendado en las elecciones del 2018. Nuestra hipótesis es que semejante tarea favorecería el despliegue de un trabajo orgánico de composición colectiva; un trabajo susceptible de especificar los deseos y los lenguajes de las futuras sublevaciones.

– ¿Cuáles actores cobraron relevancia y cuál es la agenda de esos actores?

Lo que nosotrxs solemos decir es que han emergido nuevos “puntos de subjetivación política” a los que cualquier grupo social podría adherirse. A pesar de que existen algunas regularidades estadísticas (por ejemplo: la mayoría de las mujeres jóvenes no votaron a Bolsonaro en las últimas elecciones y hubo un expresivo apoyo de los evangélicos al nuevo gobierno), lo más importante es que no se trata de grupos sociales delimitados que se asocian en un “bloque histórico” para conducir a la derecha al poder. Lo que sí existe es una nueva demanda, transversal a todos los grupos sociales, que apunta a un retorno violento – y a toda costa – al orden. Se trata de un clamor de orden que irrumpe en distintos ámbitos de la vida colectiva: en lo concerniente a los roles de género, a la experimentación con la sexualidad, a la organización de la explotación del trabajo, a la utilidad del conocimiento y la instrucción pública. Durante los años del lulismo, la relación entre el progresismo y el status quo fue extremadamente ambigua: las políticas sociales y otras iniciativas del gobierno llegaron a relativizar el orden vigente, pero jamás lo pusieron efectivamente en jaque. El salario mínimo se incrementó y las condiciones de trabajo mejoraron, pero nadie cuestionó la prescripción según la cual los empresarios tienen derecho exclusivo a disponer de la fuerza de trabajo de los brasileños. El aumento del consumo estuvo condicionado a la aceptación de las relaciones de explotación. Las políticas de redistribución del ingreso estuvieron limitadas por múltiples condicionantes: se destinaban únicamente a las personas muy pobres y suponían cierto disciplinamiento por parte de sus beneficiarios. Asimismo, han estado muy lejos de desafiar la distribución de la propiedad o el reparto de la riqueza producida en el país. A su vez, el acceso a la universidad fue ampliado y se implementaron políticas de discriminación positiva que han asegurado la entrada de estudiantes negros, indígenas y de bajos ingresos a la educación superior. Sin embargo, la burocracia docente al mando de las universidades no ha dudado en profundizar la lógica del productivismo y la meritocracia, rechazando cualquier democratización que afectara la jerarquía de las instituciones de enseñanza.

La creación de nuevos derechos sociales era un elemento infaltable en la propaganda progresista y un hecho capaz de entusiasmar a mucha gente. Con todo, el “medio” elegido para alcanzar los “fines” de la política progresista era fundamentalmente la institucionalidad estatal – esa máquina que produce frustración a gran escala. Hubo un momento en que la incompatibilidad entre el “medio” elegido por el progresismo y sus respectivos “fines” quedó demostrada ante los ojos de todxs. Las sublevaciones del 2013, que ya tuvimos la oportunidad de mencionar, no solo expusieron dicha incompatibilidad, sino que además propusieron medidas para vencer los obstáculos que se interponían a la realización de las promesas del progresismo. Las calles emitieron el siguiente mensaje: era necesario democratizar radicalmente las instancias de toma de decisiones; hacía falta recuperar el protagonismo popular y cortar camino hacia la realización de una vida mejor. En suma, había que dejar de posponer el advenimiento de la dignidad. Como habíamos comentado anteriormente, las protestas del 2013 fueron reprimidas y sus exigencias terminaron postergadas. Una vez consumada la derrota de la movilización popular, las clásicas promesas del progresismo (derecho a la vivienda, a la educación, a la salud, etc.) empezaron a sonar como enormes abstracciones que el orden establecido jamás podría contemplar. Luego de la derrota del 2013, una especie de “buen sentido” realista y obediente empezó a ganar terreno en el campo social: este es el “punto de subjetivación política” en el que nos encontramos hoy. Una serie de sujetos va a terminar plegándose a ese nuevo punto de subjetivación, sin importar si se trata de mujeres, hombres, negros, blancos, evangélicos, afrorreligiosos, jóvenes, viejos, trabajadores o burgueses. Nos parece dudoso decir que existen actores muy específicos cuyas estrategias puntuales explicarían la hegemonía alcanzada por la derecha. Si pensáramos en estos términos, perderíamos de vista una de las características más evidentes de la actual coyuntura, a saber: que la derechización es transversal a todas las segmentaciones sociales y se expresa de múltiples maneras, incluso en el campo de la izquierda.

– ¿Qué papel han desempeñado las iglesias envangélicas o católicas?

Es difícil afirmar que las iglesias han tenido un rol privilegiado en el desencadenamiento de la derechización brasileña. Más correcto sería observar los puntos en los que la derechización y el discurso religioso se cruzan y se fortalecen mutuamente. Es probable que uno de estos puntos de intersección esté relacionado a la preocupación – muy recurrente en las iglesias neopentecostales y entre los católicos más conservadores – con la preservación del espacio de la familia y de los valores asociados a dicho espacio (respeto a la autoridad paternal, obediencia, división sexual del trabajo, etc.). La actual preocupación con la “familia” se inserta en una constelación muy amplia de problemas. Para muchas personas, la “familia” no solo constituye una garantía fundamental de estabilidad económica, sino que también les asegura condiciones básicas de subsistencia. Si buena parte de los proyectos individuales y colectivos orientados a la estabilidad económica termina recayendo en el entramado familiar, entonces la cohesión de ese entramado se convierte prácticamente en una obsesión. Hay que proteger todos los roles que asegurarían la fortaleza de la familia. Es como si esta última se convirtiera en una pequeña corporación que debe librar su batalla solitaria en contra del entorno hostil y la precariedad.

Ahora bien, convendría preguntarnos por qué la familia ha tenido que concentrar todas esas exigencias y por qué otros espacios de realización existencial y material se han debilitado o dejaron de reivindicarse. El debate sobre la “defensa de la familia” es probablemente uno de los múltiples lugares donde el discurso religioso opera la sedimentación y la sistematización de unas disposiciones que son, en realidad, inherentes al repliegue de la imaginación colectiva en lo concerniente a la producción de un bienestar compartido.

O Grupo de Estudos em Antropologia Crítica é um coletivo independente que atua na criação de espaços de auto-formação e invenção teórico-metodológica. Constituído em 2011, o GEAC se propõe, basicamente, a praticar “marxismos com antropologias”. Isto significa desenvolver meios para refletir, de maneira situada, sobre os devires radicais da conflitividade social contemporânea. Delirada pelo marxismo, a antropologia se transforma, para o GEAC, numa prática de pesquisa e acompanhamento político das alteridades rebeldes que transbordam e transgridem a pretensão totalitária do modo de produção vigente e da sua parafernália institucional.

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