Imagem: ilustração de “Les Miserables” (Victor Hugo)
Por Juliana Mesomo
Intervención realizada el 26 de abril de 2022 en el cuarto encuentro del curso Políticas de la escritura, ofrecido en el espacio de Campus Comum – Universidad Libre. Estos apuntes se basan en la lectura del capítulo del libro de Jacques Rancière, Los márgenes de la ficción, titulado “Lo que ven los voyeurs”.
En el libro de Proust “En busca del tiempo perdido”, la verdad se revela de manera inesperada, cuando los cuerpos son atrapados ‘in fraganti’ o cuando algo no esperado “sorprende” al narrador. Hay algo de eso en el analisis social y, sobre todo, en la etnografía: es en algún tipo de lapsus, o cuando no se están cuidando lo que dicen y hacen, que las personas revelan la verdad de algún proceso (cultural, social, etc.) que las determina.
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Si queremos, de manera consciente, escribir, sea en el registro ficcional, sea en el registro analítico — o bien, si nuestro objetivo es crear un discurso propio que justifique algún tipo de fusión nueva entre los dos registros –, entonces debemos, antes, reflexionar sobre las intersecciones y distinciones entre un discurso y otro. ¿Cómo se configuran las formas de narrar y enunciar la verdad desde la literatura, por un lado, y desde el análisis social, por el otro? ¿Hay forma de enunciar la verdad desde la ficción? ¿Cómo encuentra la literatura a la ciencia social y, por otra parte, cómo ellas se distinguen?
En “Lo que ven los voyeurs”, capítulo de su obra “Los bordes de la Ficción” (2019), Jacques Rancière analiza las estrategias narrativas de Marcel Proust en el libro “En busca del tiempo perdido” y extrae de ellas algunas conclusiones. La forma como el narrador “ve” las escenas en este libro es la forma de ver de un voyeur, dice Rancière, ya al comienzo de su ensayo. Lo cito: “escondido detrás de una ventana, el ojo del narrador nos hace compartir en principio los placeres de Mademoiselle Vinteuil con su amiga música en Montjouvain…” Asimismo, el “ojo del narrador” voyeur ve otras escenas a lo largo de la historia, sobre todo la situación en que se revela la homosexualidad de Charlus, personaje que, en principio, y frente a la mirada de los demás, era un mujeriego. Es decir, nadie desconfía que Charlus pueda ser homosexual.
El narrador, entonces, observa y atrapa a las personas en sus momentos placenteros e íntimos, en sus momentos verdaderos, ya veremos por qué. Lo que me gustaría proponerles es, por ahora, desmenuzar las conclusiones de Rancière acerca de ese modelo de narración. Luego, al final del texto, propondré un par de reflexiones sobre las relaciones entre tal modelo y la forma como la socioantropología representa a las personas: ¿no habrá algo del “ojo del narrador” voyeur en la típica narración etnográfica?
Si el narrador observa los personajes desde las ventanas, para atraparlos en su intimidad, no basta con señalar la relación entre esta mirada y la sexualidad, y entre sexualidad y verdad. Más importante, dice Rancière, es la estrutuctura de ese descubrimiento. En la obra de Proust (o al menos en este libro) estaría en juego la coincidencia entre, por un lado, el reconocimiento que devela lo no sabido y, por el otro, la peripecia que da vuelta el curso de la acción. Como expuse en otro texto, la matriz clásica ficcional prescribía la peripecia (o la inversión) como el principio de la razón ficcional – una buena historia sería, pues, una historia que invierte las expectativas, es decir, que realiza una peripecia. Proust, argumenta Rancière, une profundamente el acceso a un conocimiento o el acto de saber a la ejecución de las peripecias ficcionales.
Lo que se despliega en esta obra, en consecuencia, es un tipo de combinación entre el saber y la acción ficcional. Aunque el romancista no sea un científico, la ciencia sí que ha impactado en su oficio. La de Proust es, para Rancière, una “novela del conocimiento”, pero ¿de qué forma?
La eliminación de la interpretación
Primero, se elimina la “ciencia de los signos” o la interpretación de los signos. El narrador, cuando busca interpretar los signos que las personas que le interesan (los objetos de su amor o de su deseo) dejan a su paso, es decir, cuando intenta descifrar lo que ve, no puede conocer nada. Cito a Rancière:
“Sobre lo que necesita saber, sobre lo que él busca por todos los medios conocer — la verdad de los gustos de Albertine — no tendrá nunca ninguna revelación directa. El celoso siempre se puede agotar espiando e interpretando los signos, pero no hará más que reforzar así lo que constituye la esencia de los celos: la duda sobre las consecuencias que hay que sacar de lo que se ha visto y escuchado”.
Uno no puede nunca estar seguro sobre lo visto y lo escuchado… entonces, la interpretación de los signos y señales no es el camino para conocer la verdad.
La revelación al azar
Los signos, dice Rancière sobre Proust, “no enseñan más que su insuperable desvío de lo que deben revelar. Hay que encontrar los cuerpos in fraganti”. Encontrar los cuerpos in fraganti sólo es posible al azar, sólo le pasa al que no busca activamente saber eso que se le va a revelar (o bien, al que busca saber otra cosa). La verdad sólo se le revela cuando uno no la estaba buscando. Es así, sin estar buscando nada, por un par de circunstancias azarosas, que el narrador de “En busca del tiempo perdido” atrapa a Charlus en una escena de sadomasoquismo, dejándose azotar por dos hombres.
Eso que el narrador-personaje principal no estaba buscando pero que se le aparece de golpe puede volverse objeto de algún saber luego de la revelación azarosa. Sin embargo, al narrador-personaje no le interesa mucho el tema del sadomasoquismo porque no es médico o experto en el tema. El personaje-narrador se dedica a otra cosa, tiene otros intereses. El interés generado por este saber revelado se encuentra en el autor, cuyo interés no es, absolutamente, “aprender una verdad que ignoraba”, una vez que el narrador por definición conoce todo sobre sus personajes, es decir, ya sabía que a Charlus le gustaban los hombres y el sadomasoquismo. El interés del escritor (interés que es, a la vez, el resultado de esa revelación) se encuentra en “mostrar a sus lectores que su libro es una obra de ciencia”. Le interesa como escritor ficcional “organizar la ignorancia de los lectores al tiempo que la de su personaje”.
Todos deben salir de la condición de ignorancia
En la época clásica, el arte del ficcionista se jugaba en la creación del nudo entre la ignorancia del héroe y el momento en que se le revela la verdad (verdad que el que escucha la historia ya sabe de antemano, puesto que se origina de alguna maldición o castigo de los dioses). Ya en la época moderna, ni los héroes ni los lectores creen en castigos divinos. Sin embargo, creen que el conocimiento beneficia a quien lo adquiere y creen en eso de una manera particular. El conocimiento, para el lector y el autor moderno, es el medio para salir de una condición normal y común definida como condición de ignorancia.
Así, la obra de ficción moderna como intriga de saber organiza, al mismo tiempo, la ignorancia del narrador y la de los lectores, presentando el error del narrador-personaje como el error de todos los que ven lo que vemos habitualmente: la superficie de las cosas. Lo que provoca el equívoco del narrador es basicamente lo mismo que nos hace equivocarnos a todos: la apariencia de las cosas. La apariencia de las cosas es tan engañosa que la verdad se presenta como su contrario, revelado a través de una peripecia ficcional (una inversión).
“No basta que la verdad se le revele al héroe (…) la verdad tiene que revelársele como lo contrario de lo que creía, como la entrada en un mundo en el que se invierten las apariencias que componen el paisaje corriente de su universo”.
En la ficción moderna ya no es solo el héroe el que ignora la verdad de su destino; el lector también se engaña en la misma medida que el héroe. No conoce de antemano la verdad, porque sólo percibe la apariencia de las cosas, es decir, su superficie.
La ciencia del novelista
Sin embargo, el novelista no es un científico, ni un sujeto dedicado esencialmente a la producción de conocimiento, aunque se relacione con o diga algo sobre la verdad (y las formas de decir verdades):
“La ciencia del novelista no radica en la producción del conocimiento al que el azar de una presencia detrás de una ventana le es suficiente (…) Esta [la ciencia del novelista] se halla en la producción de la mentira que retarda el conocimiento para mejor atribuirle su precio de secreto descubierto.”
Entonces, la ciencia del novelista se refiere a la provocación del error (o la “puesta en escena de la mentira”), más que a la búsqueda de la verdad. De alguna manera, cuanto mejor ejecutada la mentira, más sorprendente será la revelación de la verdad. De hecho, acá se resuelve tal vez una de las preguntas sobre la distinción entre análisis social y literatura. Lo propio de esta última no es –- por lo menos en el caso de Proust y de su época –- el descubrimiento de la verdad, sino la producción (en la escritura) de la mentira que va a justificar el aparecer de la verdad como revelación y como inversión de las apariencias.
“Las ventanas de Proust no revelan la verdad más que haciéndola doblemente indisociable de la mentira: indisociable de la apariencia engañosa que ellos vienen a desmentir, pero también de la puesta en escena mentirosa en la que la verdad oculta de los personajes se revela”.
En lo que se refiere al efecto literario o ficcional, por lo tanto, importaría mucho más ese aparecer de la verdad como revelación de lo no sabido y, a la vez, como inversión de las apariencias. Mientras tanto, la ciencia y otras formas de enunciación (tal vez, la política) buscarían relacionarse con algún tipo de verdad directamente (o participar en ella).
De eso se desprende un problema, para finalizar mi intervención. Si la verdad es el exacto contrario de lo que sugieren las apariencias, entonces, no es posible que haya verdad en las apariencias, es decir en lo que podemos ver y escuchar.
“Incluso en la situación más privilegiada, la sola verdad a la que la vista permite el acceso es la de la mentira”: es decir, la verdad de que “hay mentira”, de que las apariencias engañan. La “verdad sin mentira”, para Proust, no puede manifestarse más que en su desvío radical con lo que se ofrece a la vista, o sea, sólo puede estar en otras partes que no sean lo que se ofrece a la vista: “el ruido de un martillo o de un tenedor, un roce de una servilleta almidonada, el gusto de una magdalena o el contacto con un adoquín flojo”.
¿Sería posible crear algo más que la puesta en escena de la mentira de las apariencias, es decir, de lo que se ve y se escucha? ¿Sería posible producir algo de verdadero en la escritura? ¿Cómo? Cito nuevamente a Rancière:
“Proust escribe alrededor de 1914 una obra del siglo XIX, una novela del siglo del conocimiento que quería dar cuenta de las apariencias y disipar los prestigios al precio de llegar a esta conclusión preocupante: no hay verdad de las apariencias sensibles. No hay más verdad de lo sensible que allí donde él no hace aparecer nada, allí donde hay sólo un ruido, un choque, un sabor desvinculados de toda promesa de sentido, una sensación que reenvía apenas a otra sensación”.
De alguna manera, esa pura sensación que no revela nada y que no suscita ninguna interpretación es la verdad sensible que impulsiona a la escritura y que le da su tema. Esta sería la verdad que la escritura podría presentar, que es a la vez una verdad de la misma escritura, una vez que es ella la que provoca el recuerdo y que presenta al lector tales sensaciones.
¿Dónde situar la etnografía?
Volviendo a otros temas que también nos interesan y nos interpelan, podríamos preguntar: ¿qué tipo de relación la escritura etnográfica tiene con ese tipo de escritura? ¿No es que se parece al tipo de verdad desplegada en las páginas de “En busca del tiempo perdido”, en las cuales la verdad se revela de manera inesperada, cuando los cuerpos son atrapados in fraganti o cuando algo que no estábamos esperando nos “sorprende”? Me parece que hay algo de eso en el análisis social, y sobre todo en la etnografía: es en algún tipo de lapsus, o cuando no se están cuidando lo que dicen y hacen, que las personas revelarían la verdad de algún proceso (cultural, social, etc.) que las determina. También para la escritura del análisis social es importante crear un ambiente de apariencias engañosas, una atmosfera de impresiones potencialmente falsas para que la verdad pueda aparecer como lo contrario de lo que parecía ser una situación, como lo he planteado en otro texto. Quien escribe, cuando empieza a escribir, ya sabe la verdad que quiere presentar (y si ese no es el caso, tal vez el problema sea de otra naturaleza). Escribir bien, entonces, anudaría en la capacidad de producir, antes, el engaño con el objetivo de presentar la verdad que ya se sabe. Para escribir no ficcionalmente, al contrario, ¿bastaría, entonces, con presentar a la verdad directamente (o intentarlo)?
Para finalizar, podría sugerirles que, al contrario de Proust, los etnógrafos — al describir lo que ven, lo que escuchan y, a veces, incluso lo que sienten, y al tomar esa descripción como el principio de inteligibilidad de una situación — piensan que sí, las apariencias sensibles, lo que se ve y lo que se escucha, pueden dar acceso a algun tipo de verdad: la verdad del proceso social, la verdad de la cultura, etc. ¿Podríamos situarlos, entonces, en la interpretación de los signos? ¿O, más bien, en una mezcla rara de interpretación de signos, voyeurismo (el que quiere ver algo detrás de una ventana), revelación azarosa de la verdad y algo más? Tales preguntas quedarán, espero, para el debate entre nosotrxs en lo que queda de esta sesión.
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